La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos
que no se limitan a los que figuran en los registros oficiales. Algunas personas
pertenecen a una tradición religiosa; a una nación, y en ocasiones a dos; a
un grupo étnico o lingüístico; a una familia más o menos extensa; a una
profesión; a una institución; a un determinado ámbito social… Y la lista no
acaba ahí sino que prácticamente podría no tener fin: podemos sentirnos
pertenecientes, con más o menos fuerza, a una provincia, a un pueblo, a un
barrio, a un clan, a un equipo deportivo o profesional, a una pandilla de
amigos, a un sindicato, a una empresa, a un partido, a una asociación, a una
parroquia, a una comunidad de personas que tienen las mismas pasiones, las
mismas preferencias sexuales o las mismas minusvalías físicas, o que se
enfrentan a los mismos problemas ambientales…
Aunque cada uno de estos elementos está presente en gran número de
individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es
justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que
hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible.
Amin, Maalouf. Identidades asesinas. Madrid: Alianza Editorial, 1999. Pp. 18-19.